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Nelson Merren

martes, 14 de septiembre de 2010

CRITICA A MERREN POR SIGUISFREDO INFANTE

(Discurso de incorporación a la Academia Hondureña de la Lengua)
SEGISFREDO INFANTE
Segisfredo Infante.
Martin Heidgger abanderó la idea que uno de los valores supremos de la filosofía, sobre todo en los pensadores griegos, pre-platónicos, es aquella búsqueda de la verdad, entendida como el “des-ocultamiento” de los hechos atrapados detrás de la apariencia de la realidad. Con Heidegger caemos en la cuenta que la verdad es todo lo contrario de lo obvio, de los prejuicios inmediatos, de los lugares comunes y de la apriorística en general.
Aunque el pensamiento de este escritor alemán en relación con la idea “De la esencia de la verdad” es m mucho más complejo  y profundo que lo que nosotros pudiéramos esbozar en este corto ensayo filosófico-literario, es preciso anunciar que intentaremos deducir alguna cosmovisión –pero sobre todo rastrear la gran obsesión- acerca de la muerte lineada y entrelineada en la obra sintética del poeta hondureño Nelson E. Merren, utilizando el método heideggereano del “desocultamiento” de la realidad poética (en caso que la haya) del fallecido escritor ceibeño; newyorkino por derecho propio. No debemos olvidar que el mismo Heidegger hizo estudios literarios sobre la esencia de la obra poética de Friedrich Holderlin, en un libro poco conocido llamado “Arte y Poesía”. También utilizamos, como contrapartida teórica necesaria, algunos ingredientes complementarios provenientes de la obra filosófica del también escritor alemán contemporáneo Ernst Bloch.
Es honesto y oportuno dejar constancia que el poeta y ensayista Roque Ochoa Hidalgo (QEPD), todavía desconocido en nuestro medio, fue el primer escritor hondureño que utilizó abiertamente el pensamiento heideggereano como posible método de análisis de algunos textos literarios centroamericanos, sobre todo hondureños, que fueron publicados en boletines y revistas universitarias, en prólogos y en forma de folleto. Sin embargo, Ochoa Hidalgo lo hizo desde una perspectiva eminentemente existencialista, combinando el lenguaje del “ser-ahí” de Heidegger con los conceptos del absurdo existencial de Soren Kierkagaard, y de la fatalista “libertad de elección” de Jean-Paul Sastre. Es indispensable resaltar, además, que Martin Heidegger se distanció, críticamente, de los existencialismos franceses sartrianos, aduciendo que éstos eran más literatura que filosofía. En tal caso nosotros utilizaremos la parte medular del pensamiento heideggereano que concierne al develamiento de la historia de la lógica conectada con el concepto de la verdad, como sinónimo emparentado, por lo menos en los antiguos griegos, al “des-ocultamiento” de la obviedad.
Desde nuestro punto de vista la poesía auténtica de cualquier época histórica (la esencial o la de verdadero peso), es aquella que se caracteriza por ser  todo lo contrario de la obviedad lineal o lógica del verso. Por lo menos a propósito de cierto tipo de lógica formal acostumbrada. Esta es una categoría que tiene que ver, de algún modo, con la teoría de las “antinomias” o desviaciones estadísticas del lenguaje poético, según las investigaciones del escritor francés Jean Cohen, publicado en su libro “Estructura del lenguaje poético” de mayo de 1970. Traduciendo este planteamiento a un lenguaje más digerible podríamos afirmar que la verdadera poesía es implícita. O muy raras veces explícita. Igual que en un buen cuadro de Caravaggio, Rembrandt, Velásquez, Goya o Picasso, la obra de arte excelente exige que el lector y el observador viajen hacia la cacería de la imagen aislada, o trenzada, que el artista intentó implicar, esconder o difuminar. Pero para materializar esa cacería se exige, tal como lo sugiere el epistomólogo francés Gaston Bachelard (en varios de sus libros relacionados con la enseñación y la teoría fenomenológica del espacio poético), que el buen cazador cuelgue su hábito de crítico prejuicioso, y se lance como desnudo a la búsqueda intensa de la imagen poética escondida en el bosque “simplista” o brumoso del cuadro o del texto literario.
En tal sentido de cosas poseo la ventaja y la desventaja simultánea de haber observado una sola vez en mi vida al poeta Nelson Merren. No  me une con él más que el vínculo sincero de cierto tipo de poesía contemporánea y la ancestral solidaridad humana. Recuerdo haberlo entrevistado (creo que en la segunda mitad de la década de los ochentas) en un evento de escritores realizado en el edifico de la Escuela Nacional de Bellas Artes, en la ciudad de Comayagüela. La impresión exterior (solamente la exterior) que me causó el escritor fue de un banquete retirado con un temperamento harto difícil, por el escaso don de gentes que tal vez le caracterizaba. Sin embargo, me interesaba conocerlo, aunque fuera fugazmente, porque había leído su poca poesía publicada, en cuyos versos irregulares podía adivinarse el esfuerzo de un escritor nacional por “cosmopolizar” el nuevo verso hondureño. (Debo adelantar que algunos neologismos de mi autoría aparecerán entrecomillados).
Por aquellos días se hablaba mucho, tanto en Tegucigalpa como en San Pedro Sula, de la existencia de un “lobo estepario” de origen catracho que pernoctaba en Nueva York. Dado que nunca había terminado de gustarme la novela de Hermann Hesse referida a un lobo estepario citadino, es decir, un personaje novelesco inarmónico que pervive narcotizándose en los centros nocturnos de las urbes cosmopolitas, me resultaba difícil asociar la imagen del supuesto banquero gris, de formal indumentaria, con la imagen del eterno noctámbulo adolescente de los lugares sórdidos que se aluden, indirectamente, en el poema “Conversación” del Neslon E, Merren. (En todo caso habríamos  preferido, desde nuestro gusto subjetivo, la novela “Siddhartha” y los poemas tiernos, suaves y sugerentes del mismo Hermann Hesse).
Una penúltima consideración para entrar en materia “Nelson-merreana”, es que desde mi atalaya individual la calidad de la mejor poesía de todos los tiempos muy poco tiene que ver con que el autor se declare creyente o ateo respecto de cualquier confesión religiosa. Disponemos de un bagaje de arena en la literatura universal en cuyo largo listado se registran pésimos, regulares y excelentes poemas, salidos de la pluma de los creyentes, de los ateos, de los panteístas, de los revolucionarios, de los coléricos, de los gnósticos y de los agnósticos; e incluso de los sacrílegos y blasfemos. La poesía es de buena o mala calidad según se trate del tratamiento estilístico, de la formación intelectual  de la  profundidad de ideas de cada autor específico. Tampoco define la calidad poética de nadie la escuela, la época o la corriente literaria en las cuales, históricamente, se  hallen en marcados o matriculados los poetas del grupo “equis” o del grupo “ye”. Si  de eso se tratara ningún poema de las crónicas remotas o de las crónicas actuales sobreviviría al paso inexorable del tiempo. Ni  siquiera se salvaría el libro “El Cantar de los Cantares” que se le adjudica al sabio Salomón. Mucho menos las controversiales “Rubaiyat”, o poesía existencial (que NO existencialista) del poeta persa de mediados del siglo doce de la era cristiana, el escéptico e irreverente Omar-el- Khayyán. Pensamos, en consecuencia, que los críticos más serios e imparciales, lo mismo que los estudiosos concienzudos de las literaturas regionales y universales (más específicamente de la poesía), al final de la tarde se desmarcan de los manoseados “ismos” literarios de cada media centuria. O que, en último caso, si recurren a los mismos es por razones puramente metodológicas o cronológicas, bajo el criterio que muy poco tienen que ver con las valoraciones reales de cada obra literaria específica.
La “Divinas Comedia”, por ejemplo, es un enorme monolito de tercetos líricos construido a la perfección por Dante Alighieri, en torno del pecado mortal, del pecado venial, del amor sublime y de la idea católico-cristiana de la luz de Dios. El “Fausto” de Wolfgang von Goethe, es una suerte de irreverencia desencantada (desfondada diría en algún momento el filósofo español Augusto Serrano López) que también merodea en torno del “instante más bello” de Dios.
“El Himno a la Materia” del hondureño decimonónico José Antonio Domínguez (siguiente un poco a Perrcy B. Shelley) es una oda panteísta formidable dedicada, de manera indirecta, a la creación universal. “Los Cantos de Maldoror” del poeta francés Conde de Lautréamont, constituyen la blasfemia perfecta en contra del ben y del mal. Por cierto que, siguiendo hasta cierto punto al “iluminista” Votaire, los poetas franceses de mediados y de finales del siglo diecinueve y de comienzos del veinte, fueron los campeones, de primera línea, en el arte de fabricar sacrilegios y blasfemias anti-católicas de todo tipo. E incluso anti-judías. Empero, conviene aclarar que los blasfemos nunca fueron ateos en un sentido filosófico estricto. El odio, real o fingido, hacia casi todo lo clerical y hacia Dios mismo significó una manera involuntaria de confirmar la existencia de lo que negaban, es decir, la figura intangible de Dios. Juan Ramón Molina, en la Honduras de finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, osciló entre la blasfemia semi-atea de los poetas “malditos” de Francia, y el convencimiento goetheano alemán acerca de la Omnipresencia y Omnisapiencia del Hacedor del Universo. Un ejemplo incontrovertible fue su monumental poema elegíaco “Una Muerta”, dedicado a la memoria de su fallecida esposa.
En el caso de la obra de Nelson Edmund Meren (1931-2007), resulta hasta cierto punto evidente –mucho más en sus cartas que en sus versos-, una cierta subtendencia blasfémica alimentada con dios aparentes derivados, eso sí, de una neurosis aguda y genuina padecida desde su mocedad. Los odios “teofóbicos” fabricados, deliberadamente, por Nelson Merren, se centraron en contra de la existencia declarativa de un santo Papa que fungía en la ciudad Vaticana durante los años sesentas, y en contra del Arzobispo hondureño Monseñor Héctor Enrique Santos (QEPD).mediante el método del “des-ocultamiento” podemos hipotetizar que la “rabia” intelectualizada del poeta Merren, más que una rabia era una angustia desoladora y peleadora que se volcaba en contra de sí mismo. Este odio del poeta Merren puede traerse a colación a propósito del análisis del filósofo Ernste Bloch (en su libro “El Principio Esperanza”) acerca de los adolescentes pequeño-burgueses que a los trece años de edad determinan, un buen día, por desencadenar sus “odios” instintivos en contra de todo lo establecido, sin muchas explicaciones que les respalden. Además, en el caso específico de Merren –lo decimos en tono justificatorio-, se trataba de situaciones  psicosomáticas angustiantes y reiterativas de un escritor más o menos joven que apenas lograba dormitar dos horas cada noche, teniendo que internarse en hospitales psiquiátricos durante largas temporadas, hasta derrumbarse en una subespecie de estado aparentemente cateléptico provocado por el ingrato tratamiento de los electrochoques. (Por otra parte, hay que subrayarlo, Nelson Merren declaró su admiración “gloriosa” por el católico humanista San  Francisco Asís, según consta en una de las catas dirigidas al escritor hondureño José González).
Declaro que al igual que Nelson Merren soy un escritor insomne. Por eso trato de comprender su poesía y sobre todo la forma de mirar los objetos trascendentes de su poesía. Alejándome de algunos lugares comunes de a literatura hondureña, siempre he sostenido que Nelson Merren y Edilberto Cardona Bulnes fueron los principales precursores de la “posmodernidad” poética de la segunda mitad del siglo veinte en Honduras (que NO del posmodernismo post-rubendariano de comienzos del siglo aquí aludido), y que más que un hecho literario constituyó y constituye una actitud cuasi-filosófica ante el mundo actual, en intenso proceso de transición.  Tal actividad precursora es detectable en las rupturas sintácticas y en los giros lingüísticos radicales, aparentemente prosaicos, al momento de abordar los temas más viejos y más nuevos de la literatura nacional y universal. Esta afirmación se encuentra enunciada y ratificada en mi prólogo del poemario “Paciente Inglés, reflexiones en el cine” del 24 de marzo del año 2001.
Ponderando los nombres de los poetas continentales que ambos escritores admiraron y que tal vez les influyeron, es posible que ni siquiera hayan percibido su propia condición de autores posmodernos. Un poco lo ocurrido con Jorge Luis Borges cuyas novedades narrativas y ensayísticas tuvieron que ser redescubiertas y replanteadas –mucho años después-, por el filósofo pos-estructuralista francés Michel Foucault. Creo, por supuesto, que tanto Merren como Cardona Bulnes conocieron (pese a la influencia empalagosa del primer Neruda) las mejores expresiones de la anti-poesía, continental, entre otros textos las obras de Ezra Pound y de Nicanor Parra, que estuvieron difundiéndose con alguna anterioridad a ellos. Y  creo, además, que ambos poetas asimilaron la anti-poesía de diversa manera. Edilberto se encaminó hacia el redescubrimiento novedoso y sostenido de los antiguos temas sublimes, y Neson Merren (influido de manera muy cercana por la primera poesía de Oscar Acosta) se desplazó por el camino de la sencillez del lenguaje aparentemente cotidiano, sin desmarcarse  jamás de su obsesión por los retos de la muerte.
Desde el “Elogio de la muerte”, primer poema suyo que apareció en “Calendario Negro” (libro que circuló en forma mimeografiada allá por noviembre de 1961), Nelson Merren le consagra su poesía al tema trascendente y cotidiano de la muerte. No al mero concepto de la muerte como una entidad abstracta ala cual se llega en un día “lejano” de la vida. No a la muerte como alternativa inexorable ante la existencia del otoño biológico. Tampoco la muerte como la opción del suicida vulgar. Sino la muerte concebida como “el supremo bien”…. Consubstancial al Hombre…Cuando menos al hombre concreto llamado Nelson Merren. Que queda aquí constancia que mucho antes de la revelación de su terrible problema de salud (“neurosis convulsiva”) en una entrevista concedida a José González en 1985, publicada en los números cuatro y cinco de la revista “Estiquirín”, Nelson Merren le había venido confesando al poeta Oscar Acosta, entre 1961 y 1968, acerca de la presencia fantasmal inmediata de un “pozo negro” del cual no lograba salir; de sus eternas noches de insomnio; de sus largas hospitalizaciones, de sus depresiones; de sus pérdidas de memoria; de sus intentos de suicidio y del proyecto pendiente de matarse que, al final de su existencia –parecido al caso de Vargas Vila-, nunca llegaría a materializar. He aquí la paradoja del perfecto amante de la muerte y del eterno suicida que tuvo una existencia más o menos longeva de setenta y seis años, detrás de cuyos predicamentos literarios es honesto rastrear las posturas angustiosas, reales e imaginarias, de un hombre hacedor de versos métricos y escuetos, que vivió enmarañado en la intensa y nunca abandonada tarea de vivir dentro de las entrañas de “la ciudad más ruidosa del mundo”, según la había caracterizado décadas atrás el poeta olanchano Alfonso Guillén Zelaya.
Importa a nosotros –lo habíamos anunciado párrafos arriba-, el ángulo personal en que Nelson Merren solía mirar o acercarse a sus objetos poetizables contemporáneos o cosmopolitas (tales como las ciudades, las gentes, los rascacielos, las avenidas, los libros, los muebles, las chicas, los homosexuales, los amantes, la lluvia, el aire, los parques, los paisajes y las cosas aparentemente intrascendentes), a partir de los cuales podemos inducir y deducir una cierta cosmovisión acerca de la muerte y de lo deleznable de la vida. Importa, en este primerísimo lugar, esa cosmovisión esencial  transformada en obsesión permanente de su diario existir. Secundariamente  nos interesa la calidad posmoderna de su poesía en tanto que consideramos que en este capítulo particular el poeta católico Edilberto Cardona Bulnes le superó, profundamente, con muestras poéticas extraordinarias de alto nivel como “Final del Éxodo”.
Capturemos, entonces, algunos de los mejores versos “Nelson-merreanos”. Los dos o primeros poemas de “Calendario Negro” (1961), al margen de su posible proyecto poético ulterior, se encuentran construidos con perfectos endecasílabos, tentación métrica que reaparecerá, en junio de 1967, en su poema conmovedor “Al comando israelí que lloró junto al Muro de las Lamentaciones”, como una clara indicación de sus preferencias judaicas, al grado que en una de sus cartas dirigidas a José González llegó a confesar que su “único amigo verdadero” en Nueva York(en donde casi nadie lo conocía) había sido un pequeño empresario judío-rumano. (Hay que añadir que otro ejemplo esporádico de estructura silábica,  con versos endecasílabos y de pie quebrado de siete sílabas métricas, es el poema “Invocación” del poemario “Nelson-merreano” citado en este párrafo”).
Aunque pareciera haber leído a algunos filósofos existencialistas –no existe evidencia rotunda de esto-, Nelson Merren cultivó el tema de la muerte al margen de las erudiciones librescas directas o indirectas. El supo, como pocos autores, que la muerte estaba pegada a su pellejo y que al morir penetraría en “la música gigante de la Nada”, olvidándose “de amar conceptos y de ser engañado”. a la par de la muerte el poeta idealizará “un reino estepario” que para el lector avispado será como difícil imaginar en los antros subterráneos de Nueva York, a menos que se trate de un reino instalado en el espíritu tenebroso del poeta. Entre la muerte venidera y el mundo de la estepa imaginaria, Nelson Merren se sincera declarando la intrascendencia de sus conocimientos porque “el sufrimiento es real”, y porque existe “una ciega ecuación para los ojos// y un gran silencio blanco para el pecho”. (O simplemente “porque el dolor es eterno”, como lo afirmaría el poeta judío-italiano Umberto Saba).
Personalmente me gustan los poemas “Sabor a sombra”, “Vieja experiencia”, “Hallazgos”, “Paisaje con un tronco podrido”, “Pasando”, “Al comando israelí que lloró junto al Muro de las Lamentaciones” y algunos fragmentos de los poemas “Esperando”, “Biografías”, “Calendario”, “Mundo de cubos”, “Ciudad nativa”, “Borrador para epitafio”, “Carpe Diem” y “Dibujo No. 24”. En este último poema se advierte que ante la muerte del hombre-niño “no hay escape”, porque de todos modos el niño “va a morir”. Incluso al visitar alguna de esas librerías de viejo el poeta Merren percibía la atmósfera de “algo como sabor a tierra muerta”, y “un vago olor a pavoroso olvido”.
En la obra sintética de Nelson Merren –que como buen precursor intuitivo de la promodernidad hondureña actual, evitará los coloridos de mariposa y las musicalidades excesivas- la muerte, su muerte, se encontrará asociada al color negro o a la ausencia del color que es el mismo negro. Durante toda su vida, “muriendo y reviviendo” literalmente, el poeta escuchará dentro de su abismal conciencia de hombre-niño, “un ronroneo negro de preguntas”. Por eso aprenderá “a platicar con las piedras”, que lo acogerán “en sus dispersas ciudades”, en tanto que “sus respuestas color de aire muerto”, derrotarán “la risa y las diademas del rocío”. He aquí un poeta problemático que habría de rechazar, sin darse cuenta, la razón vital de la filosofía ortegueana y las propuestas utópicas de filósofos como Ernst Bloch, porque nunca tuvo espacio-tiempo para la verdadera sonrisa. Ni siquiera para la amplia sonrisa de las amistades que, en su existencia individual, parecieran haber sido “induraderas”.
No estamos seguros de conocer toda la obra poética de Nelson Edmud Merren; ni mucho menos toda su vida. Es posible que todavía se encuentren algunos poemas desperdigados en periódicos y revistas de por aquí y de por allá. En Diario “El Día, por ejemplo. Nuestras fuentes principales se encuentran en los poemas de “Calendario Negro” reproducidos dentro del libro colectivo “La Voz Convocada” publicado en 1967. Lo mismo que en el libro “Color de Exilio” publicado en dos versiones diferenciadas del año 1970: una de la Escuela Superior del Profesorado “Francisco Morazán”, y otra de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Finalmente nos basamos en la compilación de la Secretaría de Cultura, Artes y Deportes, editada bajo el título “Mundo de Cubos” del año 2007, con un prólogo de José Antonio Funes, más la entrevista y la correspondencia antes mencionadas.
De este conjunto conocido de la obra poética de Merren, podemos afirmar que a pesar de la aparente sencillez conversacional y de la escualidez indiscutible de algunos de sus versos, existió una tensión permanente de esfuerzos contrarios entre lo que el poeta decía textualmente y lo que el poeta lograba decir o comunicar. Pero más que decir, insinuar. O quizás ocultar. No sería casual que hubiera recurrido, deliberadamente, a la técnica entrecortada o insinuante de algunos poetas italianos del siglo veinte como Giuseppe Ungaretti, cuya obra llegó a conocer a la perfección. De tal suerte que amén del fatalismo valorativo de la muerte, el poeta supo, retóricamente, sofrenar sus rencores extravagantes, mitigar su falta de empatía y sus angustias concretas, más allá de lo que él mismo hubiese querido manejar. Aquí se torna preciso hablar del deseo de “ser invisible” de ese niño que, según Ernst Bloch, busca ocultarse de sus miedos en los rincones de su patio o de su casa. Y hablar al mismo tiempo del poeta adolescente –en tanto que Merren, desde mi juicio personal, fue un eterno niño-adolescente  durante la mayor parte de su vida- que buscó como ocultarse en el poema aparentemente directo, prosaico y desenfadado.
Las palabras ocultas, o sofrenadas, de Nelson Merren –incluso las amorosas- se le congelaron en la boca o en medio de cada verso aparentemente agresivo que los lectores habremos de adivinar. Fenómeno que tal vez lo emparentó, sin proponérselo, con lo mejor de la poesía española de los años cincuentas. Esto es, con el reseco, sencillo, profundo y a veces melodioso Blas de Otero. Aquí en este punto conviene recordar que la verdad poética se esconde detrás de la aparente sencillez “versual”, porque la creación intelectual es un proceso dinámico de ocultamiento y “des-ocultamiento” de la realidad. Por lo que debiéramos, en consecuencia, evitar caer en las trampas del facilismo interpretativo.
Seríamos injustos al cerrar este ensayo si evitáramos subrayar que Merren se desenvolvió casi toda su vida bajo la influencia directa del intenso quehacer cultural y económico de la ciudad de Nueva York, ya fuera como dentista, paciente de hospitales, lector de poemas, visitante de museos, vendedor de galletas o de bienes raíces, en donde seguramente recibió, tal como lo asegura el excelente poeta hondureño José Luis Quesada, la influencia directa de la mejor poesía estadounidense. No olvidemos que incluso algunos de sus poemas los escribió en inglés. Y que, por abiertas y ocultas razones, se me ocurre asociar la personalidad de Merren con la del poeta y ensayista de mediados del siglo diecinueve norteamericano Henry David Thoreau. Pero también con la de los poetas irreverentes de la generación “beats”, de los años sesentas del pasado siglo veinte, como Gary Snyder y Anne Sexton, a quienes pudo haber conocido personalmente. Desde luego que Merren, aunque tuvo la oscura tentación iconoclasta, evitó caer, cuando menos en sus versos, en las barbaridades declarativas periodísticas tipo John Lennon.
También sería injusto ignorar que el poeta Merren fue uno de los escritores hondureños que postuló a Roberto Sosa “como un “precursor” de la nueva poesía hondureña”. Y ello al margen del hecho que los versos innovadores de Nelson Merren nada tuvieron que ver con el estilo, ni el lenguaje ni tampoco con la posible tendencia ideológica de Sosa. En este punto vale la pena releer a Helen Umaña cuando la importante escritora hondureña sostiene, en su riquísimo libro “La Palabra Iluminada”, que la poesía de Nelson Merren “evidencia el rompimiento de la compostura verbal que regía en la poesía nacional”, añadiendo una página adelante dentro de esta reseña, que “Merren puso en entredicho la ideología al uso y la manera habitual de hacer poesía en el país. Nadie lo había realizado, con esa fuerza y desde parámetros exclusivamente poéticos, hasta sus dos importantes libros. En esto consiste su gran labor de ruptura”.
Por último debemos agregar que a pesar de su gran admiración por algunos autores latinoamericanos que hicieron poesía política, Nelson Merren se preguntó a sí mismo, en un acto de sincero descreimiento, “sobre si la poesía sobre la sinceridad de las posibles asociaciones de escritores hondureños. El asunto central es que después de Juan Ramón Molina el poeta Nelson Merren es el autor hondureño que con mayor convicción y reiteración utilizó las cosas sencillas de su entorno para cultivar el poema como una oda directa e indirecta a favor de la muerte esencial, percibida como un “bien supremo” o hecho consubstancial del Hombre. No había mucho espacio para otros temas y para otro tipo de poesía, pues al final, según la perspectiva “Nelson-merreana”, todos los hombres somos zarandeados como un tronco podrido a merced de los movimientos juguetones del mar.
Como disculpa para una de las facetas del poeta homenajeado en el momento singular de mi incorporación a la “Academia Hondureña de la Lengua”, es necesario recuperar lo que en de sus cuentos más hermosos el escritor nacional Nery Alexis Gaitán advirtió: que “el amor es lo único que importa en la vida”. En tanto que es probable, desde el ángulo de nuestras percepciones, que al poeta Nelson Merren le haya hecho falta recibir y entregar amor sin cortapisas. El amor a una mujer. El amor a un hijo. O el amor supremo a los demás. Incluso el amor a los posibles “enemigos”. De ahí su poesía escueta, desconfiada, taciturna y a veces tenebrosa. Razón suficiente para que nosotros sus paisanos le ofrezcamos el amor fraterno en el tinglado de la posteridad.
Me despido reiterando un profundo agradecimiento por la noble presencia de todos ustedes, en esta fecha memorable en que nos ha convocado el amor, la solidaridad y la misericordia. El amor por la mejor poesía. La solidaridad con el poeta hondureño angustiado. Y la misericordia, judeo-cristiana, con el hombre fallecido.
Infinitas gracias.
Tegucigalpa, M.D.C., viernes 16 de abril del año 2010. DIARIO LA TRIBUNA

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